La hermana de Jonathan Linares, muerto tras comer yuca amarga
La familia Linares Cruz ha enterrado a cuatro parientes en una semana en Caracas. Las dos primeras muertes parecían una desafortunada coincidencia. El 12 de febrero, Jonathan Stiven, el quinto de ocho hermanos, había enfermado repentinamente durante el entierro de su tío Jesús María. Su malestar –los vómitos, los mareos y el dolor en el estómago– sobrevino en otro funeral: el suyo. Hasta ese momento los médicos habían hecho un diagnóstico impreciso de las causas de los decesos: un síndrome convulsivo y un edema cerebral, sucesivamente.
Solo la muerte de Alonso Cruz Durán, el tío de Jonathan y el hermano de Jesús María, ha esclarecido que se trataba de un envenenamiento colectivo por comer yuca amarga, un tubérculo originario de Sudamérica y que únicamente en su variedad dulce es comestible. Para el momento de este hallazgo ya Xenia Cruz, otra pariente de los fallecidos, y su vecina Bertha Sánchez habían comido unos trozos del tubérculo. Ninguna se repuso.
Los envenenados vivían en el barrio Isaías Medina de Catia, al oeste de Caracas, y compraron el alimento a vendedores informales. Sus vecinos pensaron que eran diezmados por una epidemia. “Al principio, creíamos que había un virus en el ambiente que nos mataba, pero después supimos que había sido la yuca amarga. Antes, habíamos escuchado de intoxicaciones por ingerir leche o sardinas en mal estado. Esto nos asustó”, dice Benilde Guerra, una mujer afincada en este sector de la capital.
La toxicidad de la yuca amarga radica en el ácido cianhídrico (o cianuro de hidrógeno), un compuesto que genera daños en el aparato digestivo, las células nerviosas y en órganos como los pulmones y los riñones. En Venezuela, es procesado para la elaboración del casabe, un delgado pan tradicional de las etnias indígenas. Solo de esa manera es comestible.
El médico José Manuel Olivares, un diputado opositor de la Asamblea Nacional, asegura que, al menos, 28 personas han fallecido por comer yuca amarga desde octubre en los Estados de Anzoátegui, Bolívar, Lara, Monagas y en la ciudad de Caracas. “La gente consume eso por la extrema situación de pobreza y la ausencia de controles sanitarios de los alimentos. Apenas es una de las consecuencias de la precariedad”, indica.
Antes del conteo emprendido por el parlamentario, la yuca amarga ya había dejado su rastro en la ciudad de Maturín, en el Estado de Monagas (oriente de Venezuela). La muerte de Kevin Lara, un estudiante de 16 años, ha sucedido el 26 de julio de 2016 –el mismo día de su cumpleaños– tras devorar este tubérculo. Su madre había declarado a varios medios de comunicación que no tenían comida para saciar el hambre.
Las historias que siguen tienen un patrón parecido. Abel Flores, un médico pedíatra del Hospital Universitario Manuel Núñez Tovar de Maturín, ha presenciado la muerte de cuatro niños desde enero. “Todos habían comido grandes porciones de yuca amarga. Se registran muchas intoxicaciones por este motivo, pero no se salvan los que consumieron en exceso”, advierte.
El plato de los pobres
De las muertes ocurridas en Caracas solo hubo un desatinado comentario del presidente Nicolás Maduro. Después de comparar al opositor Julio Borges, presidente de la Asamblea Nacional, con un “helado de yuca amarga” por considerarlo “desabrido”, el mandatario venezolano recordó que existen dos variedades del tubérculo. “La amarga no se puede comer. En estos días alguien se comió una yuca amarga y tuvieron problemas graves”, dijo hace dos semanas. Hasta ahora es su única alusión a los envenenamientos.
Tulio Linares, el padre de Jonathan y cuñado de los otros tres fallecidos, admite con desencanto las secuelas del hambre. “Rebajé 16 kilos en un año. Mi esposa, hijos y nietos también están flacos. Si Chávez estuviese vivo no estaríamos así”, afirma. El hombre es un obrero que convive en una casa de dos pisos con 17 personas, algunos dependen económicamente de él. Pero su salario de 10.000 bolívares diarios o 2,4 dólares –calculados en el mercado negro– solo sirve para comprar una lata de atún grande.
Es el común denominador en este país. Los ingresos de un 93,3% de las familias venezolanas son insuficientes para comprar alimentos y el 32,5% (9,6 millones de personas) solo comen dos o menos veces al día, según la Encuesta de Condiciones de Vida (Encovi), elaborada el año pasado por tres prestigiosas universidades de este país. De ahí que el consumo de la yuca, que cuesta menos de 30 centavos de dólar por kilógramo, se haya elevado durante la crisis económica.
LOS RASTROS DE LA COMIDA
Lo que no se encuentra con facilidad en los supermercados está en las calles de Caracas, en puestos de vendedores ambulantes. Se llaman “tetas” por su forma similar a un seno, pero son bolsas plásticas que contienen porciones mínimas de café, azúcar, aceite, leche y otros productos básicos. Sus costos son asequibles para las personas con poco dinero. “No cuentan con las condiciones higiénicas necesarias para ser consumidos, esto los convierte en una amenaza para la salud. De este modo pueden provocar enfermedades e intoxicaciones, porque se desconoce su procedencia”, dice Maritza Landaeta, coordinadora de investigación de la Fundación Bengoa para la Alimentación y Nutrición.
Pero la crisis ha empujado al límite a los venezolanos más pobres. Yenny González, una madre soltera, ha apelado por alimentar a su bebé de ocho meses con leche empaquetada por vendedores informales. “A veces me da miedo, porque no sé si está adulterada. Es lo que me queda, ya que tengo poco dinero. A mi hija le doy eso y yo consigo comida regalada en los mercados para mí”, comenta.
Las dimensiones de la carestía pueden ser catastróficas en este país sudamericano. Un estudio de Cáritas de Venezuela hecho en Caracas y los Estados de Miranda, Vargas y Zulia, entre octubre y diciembre, señala que el desespero por el hambre ha arrojado a un 8% de las familias evaluadas a los basureros para hurgar en búsqueda de sobras de comida.