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El oficio del taxista frente a los nuevos tiempos: ¿ocaso inevitable?

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Nueva York, RD Herald. – El taxi amarillo de Nueva York fue durante décadas un símbolo de la ciudad, tanto como lo son la Estatua de la Libertad o el puente de Brooklyn. A finales de los años 80, ser propietario de un medallón de taxi –ese permiso metálico atornillado al capó que acreditaba el derecho exclusivo a recoger pasajeros en las calles– equivalía a un boleto dorado. Llegó a costar alrededor de un millón de dólares, cifra que muchos conductores asumieron como inversión de vida y herencia para sus familias.

Sin embargo, la historia del oficio comenzó a torcerse con la llegada de los taxis piratas en los 90, que operaban de manera paralela en comunidades como el Bronx, Washington Heights o Queens. Aunque se les prohibía recoger pasajeros en la vía pública, supieron crear mercado propio gracias a las llamadas por radio. Su crecimiento fue una primera señal de que la exclusividad de los amarillos no duraría para siempre.

La estocada mayor vino en los años 2000 con la irrupción de Uber, Lyft y otras plataformas digitales, que revolucionaron la forma de pedir transporte: ya no había que extender la mano en la calle, bastaba con un clic en el celular. Esto desató choques legales, protestas masivas de taxistas y debates regulatorios en casi todos los mercados donde estas empresas desembarcaron. En Nueva York, muchos propietarios de medallones vieron cómo su inversión se desplomaba; quienes debían préstamos millonarios quedaron al borde de la ruina. El suicidio de varios choferes evidenció la dimensión humana del colapso.

Hoy, el escenario se vuelve aún más incierto con la llegada de Waymo y los “robotaxis”: vehículos autónomos que transportan pasajeros sin necesidad de conductor. Ya funcionan en ciudades como San Francisco y Phoenix, y su expansión a gran escala parece cuestión de tiempo. Para los taxistas tradicionales, que en el pasado sobrevivieron a la competencia de los piratas y luego a la irrupción de las apps, este nuevo capítulo luce mucho más letal.

El oficio del taxista, que solía ser una vía de ascenso social para miles de inmigrantes, enfrenta un dilema existencial: ¿cómo competir contra autos que no cobran salario, no enferman y no duermen?

Algunos defienden que siempre habrá espacio para el factor humano: la conversación en el trayecto, la ayuda al pasajero con sus maletas, la empatía en momentos de necesidad. Otros son menos optimistas y sostienen que la automatización acabará imponiéndose sin remedio, como ya ocurrió en otras profesiones que parecían intocables.

El juicio es duro pero real: la historia reciente muestra que cada vez que surgió una disrupción tecnológica, el gremio taxista quedó debilitado. Y si bien la nostalgia defiende al taxi amarillo como emblema cultural, la lógica del mercado y el avance de la inteligencia artificial parecen conducir a un ocaso anunciado.

Lo que hoy vive Nueva York es solo un espejo de lo que ya se observa en muchas ciudades del mundo. La pregunta no es si el cambio llegará, sino cuánto tiempo más resistirá una profesión que durante décadas fue símbolo de movilidad y de sueños cumplidos para miles de familias inmigrantes.

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